Con una posición desenvueltamente postcolonial que Edward Said adoraría Las Julietas, de Morena, aunque multiplique el nombre de su personaje más enamorado e infausto al mismo tiempo (equiparable sólo a la Francesca de Dante) no reserva para Shakespeare la primera fila. El espectáculo funciona sólo en la medida en que el público entiende que el centro de interés, el objeto del discurso, no pasa por el uso del británico, ni siquiera por el acto parricida o por una decidida superación de la angustia de su influencia: desde el primer parlamento hasta el último los actores, Alejandro Gayvoronsky, Leonardo Pintos, Claudio Quijano y Santiago Sanguinetti, nos ofrecen un espejo, más o menos grotesco (tanto como seamos capaz de verlo/nos) del Uruguay de los últimos sesenta años. La operación no es nueva en la directora: como sedujo y abandonó a Molière cuando ya no lo necesitaba para escribir desde un lugar propio (Don Juan, el lugar del beso, 2005) y a Florencio Sánchez para darnos una versión aggiornata de sus restos (Los últimos Sánchez, 2006) lo mismo hace ahora con Shakespeare.
A través de cuatro actores en escena que sugieren algunos “tipos” autóctonos, pero son lo suficientemente elásticos para encarnar otros héroes, Las julietas mapea nuestra identidad (anclada en ese “soy celeste” o en “uruguayos campeones”) para descomponerla y arreglarla/rearmarla luego con una mirada extrañada. El espectáculo de Morena no acompaña de la mano al espectador “irritado” (como lo llamó Pirandello en Cada cual a su manera, 1924) y yo agregaría al espectador perezoso, en su recorrido por la nueva cartografía: hay que transitar solo por los parlamentos fragmentados, por los sentidos fragmentarios, atar los cabos que deja sueltos, tener ganas de ese fill in the blanks obligado para disfrutar el viaje. Pero una vez que se entra en el juego el blandengue y el italiano, el “bruto actor” y el don Juan crean algunos espacios del mejor humor (y las más fuertes risas del público) que se veía en mucho tiempo. El fragmento no corta la comunicación ni la gracia: la prolonga.
Presentada en la Casa Municipal de la Cultura, Los Macbeth’s de Dodera proyecta otro tipo de contrato con el espectador, más inclusivo. Las peripecias de esa pareja sanguinaria es contada a través de los ojos curiosos, fetichistas, del mayordomo (Adrián Prego) que nos lleva casi de la mano a recorrer la casa (decorada por César Rodríguez Ávila) anunciando los peligros y ciertas atmósferas, sugiriendo la atención sobre algunos rincones oscuros, invitándonos incluso a su minúscula habitación privada –es decir a un espacio literalmente fuera del drama. El recorrido por ese infierno mental que propuso Shakespeare en esta tragedia de cinco actos, se transforma así en el recorrido por las habitaciones (y balcones) llevados por ese lacayo que además interactúa con la Lady y su marido. Un Macbeth-recorrido propuso Álvaro Ahunchaín en el Teatro del Anglo en 1986: el público terminaba, luego de un éxodo por el vientre del teatro, en el escenario (y era aplaudido por los actores desde la platea): su juego era con el teatro como espacio, un juego metateatral. La operación de Dodera pasa, en cambio, por una variación del punto de vista: todo se ve a través de esa mirada adorante y casi perversa del súbdito que complica y potencia la mirada distanciada del público. Lo que se ve y se siente es filtrado a través de su juego con las anécdotas (de su infancia con el señor, de algún recuerdo que incluye a Lady Macbeth). En definitiva, Dodera formula una de las pocas miradas que podemos mantener con propiedad desde la colonia -para retomar a Said- agregando a las tantas versiones una nuestra y por lo tanto excéntrica, es decir, literalmente fuera del centro.