viernes, 13 de agosto de 2010

Nuestros shakespeares, por Georgina Torello (Dossier Crítico)

Sin necesidad de aniversarios que promuevan revivals ornamentales, el isabelino pasa por uno de sus mejores momentos: lo intervinieron Marianella Morena (Las Julietas) y María Dodera (Los Macbeth’s) –por su parte la Comedia Nacional se empeñó, para el final de temporada, con otro Macbeth dirigido por Mario Ferreira. Con poéticas desemejantes que además varían para cada espectáculo, Morena y Dodera declinan también esta vez, de manera diferente y en cierta forma antitética, sus apropiaciones de Shakespeare. Es decir, usan al “clásico” cuando es necesario, pero lo abandonan sin empacho ni culpa, saliendo de una lógica de respeto/no respeto que tanto afectó y afecta a nuestros países, y a toda su producción simbólica, desde la colonia hasta hoy.

Con una posición desenvueltamente postcolonial que Edward Said adoraría Las Julietas, de Morena, aunque multiplique el nombre de su personaje más enamorado e infausto al mismo tiempo (equiparable sólo a la Francesca de Dante) no reserva para Shakespeare la primera fila. El espectáculo funciona sólo en la medida en que el público entiende que el centro de interés, el objeto del discurso, no pasa por el uso del británico, ni siquiera por el acto parricida o por una decidida superación de la angustia de su influencia: desde el primer parlamento hasta el último los actores, Alejandro Gayvoronsky, Leonardo Pintos, Claudio Quijano y Santiago Sanguinetti, nos ofrecen un espejo, más o menos grotesco (tanto como seamos capaz de verlo/nos) del Uruguay de los últimos sesenta años. La operación no es nueva en la directora: como sedujo y abandonó a Molière cuando ya no lo necesitaba para escribir desde un lugar propio (Don Juan, el lugar del beso, 2005) y a Florencio Sánchez para darnos una versión aggiornata de sus restos (Los últimos Sánchez, 2006) lo mismo hace ahora con Shakespeare.

A través de cuatro actores en escena que sugieren algunos “tipos” autóctonos, pero son lo suficientemente elásticos para encarnar otros héroes, Las julietas mapea nuestra identidad (anclada en ese “soy celeste” o en “uruguayos campeones”) para descomponerla y arreglarla/rearmarla luego con una mirada extrañada. El espectáculo de Morena no acompaña de la mano al espectador “irritado” (como lo llamó Pirandello en Cada cual a su manera, 1924) y yo agregaría al espectador perezoso, en su recorrido por la nueva cartografía: hay que transitar solo por los parlamentos fragmentados, por los sentidos fragmentarios, atar los cabos que deja sueltos, tener ganas de ese fill in the blanks obligado para disfrutar el viaje. Pero una vez que se entra en el juego el blandengue y el italiano, el “bruto actor” y el don Juan crean algunos espacios del mejor humor (y las más fuertes risas del público) que se veía en mucho tiempo. El fragmento no corta la comunicación ni la gracia: la prolonga (...)

Fuente: Dossier crítico (julio, agosto 2010)

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