Esta pieza puede definirse como una “julietada”, es decir una resonante bofetada a la lógica dada en nombre de la pobre Julieta de Shakespeare, arbitrariamente metida en este lío. Una característica típica de este divertido engendro es su difícil clasificación. Por ejemplo ¿ que podría decir un inocente espectador si alguien tiene la falta de tacto de preguntarle de qué diablos trata la obra? Sin duda, se vería en dificultades para explicar un argumento magníficamente inexistente.
Vagamente, “Las Julietas” alude a un mitológico grupo de teatro de los años cincuenta del siglo pasado cuyos méritos artísticos siguen siendo muy discutidos ( para algunos era horrible, mientras otros en cambio lo consideraban espantoso). Los nostálgicamente melancólicos o melancólicamente nostálgicos actores (muy a la uruguaya) recuerdan glorias pasadas y pesadas. Por momentos reflexionan (seguramente sobre la nada) y por momentos ensayan o estallan con feroz apasionamiento, bailan tango o se agreden furiosamente para luego abrazarse fraternalmente con la misma fogosidad. Las extrañas motivaciones de los cuatro personajes para actuar cómo actúan o para quedarse sentados mirando inquisitivamente el vacío, constituyen secretos muy bien guardados por parte de la autora. Pero en total, el espectáculo, uno de cuyos méritos es no ser nada espectacular, constituye una de las más logradas creaciones de humor del teatro nacional de los últimos años. Es cierto, tiene sus estiramientos evitables y sus reiteraciones algo excesivas. Sin embargo, estos defectillos también podrían ser vistos como una especie de pimienta que aderezan este suculento manjar de humor absurdo.
A los méritos de la autora, que con esta pieza da muestras de tener una versatilidad nada frecuente en nuestro medio teatral, cabe agregar la precisión detallista de su labor de dirección. Y por otra parte, hay que reconocer la ductilidad de cada uno de los cuatro estupendos comediantes que tienen a su cargo la pieza. La agilidad locuaz de Santiago Sanguinetti, la falsa parsimonia de Leonardo Pintos, la indiferencia lunática de Alejandro Gayvoronsky y la tenaz idiotez de Claudio Quijano, constituyen una combinación explosiva que provoca montañas de risas.
Pese a las virtudes del espectáculo, es necesario reconocer que quienes se lo pierdan no tendrán que lamentar un bache significativo en su formación cultural. Pero eso sí, se perderán una gran diversión.
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